Estuve por última vez en España hace exactamente 10 años, en el 2003.
Entrando a Barcelona, tuve la sensación de que algo indefinible había cambiado, pero no podía precisar qué era... tardé un rato en descubrirlo, y eran... los colores.
Comparado al 2003, los edificios del 2013 estaban descoloridos, los carteles públicos habían sido lavados por el sol y la lluvia, algunos estaban oxidados, las columnas, las calles, los monumentos... todo tenía una apariencia más gris.
En los años dorados de la entrada de España al euro, todo lucía nuevo, animado, colorido. Los frentes habían sido remozados, los letreros tenían tonos primaverales, y las calles estaban pulidas... todo brillaba por nuevo y de optimismo.
Y es que, tal como ocurre con la salud y la enfermedad, las primeras señales suelen ser los colores... España palidece en su crisis. Esas veredas algo sucias nos dicen mucho más que “descuido”, los carteles agrisados por el sol mucho más que “abandono”, y los edificios lavados, mucho más que tristeza.
La gente también está menos animada. Se siente otro espíritu en las calles, una sombra de preocupación que es fácilmente identificable por un argentino, por ejemplo, un campeón de las crisis perpetuas.
Y más allá de esto, España misma es un síntoma de la enfermedad mundial de la nueva desocupación, esa que tiene como ingredientes ocultos la suma de la tecnología y la superpoblación.
Se nos viene un gran problema: una masa creciente de personas que “sobran” en la sociedad “productiva”, simplemente porque ahora, con los medios tecnológicos existentes, un solo profesional altamente calificado y una máquina especializada puede suplantar el trabajo de 2, 20 o más personas. Y eso cuando este técnico no es suplantado por un robot.
Los gobiernos enfrentan el reto de crear empleos donde es realmente imposible, y así comienzan los revuelos sociales, que pueden luego tomar cauces diferentes como la lucha de clases, racismo o nacionalismo.
Los gobiernos enfrentan el reto de crear empleos donde es realmente imposible, y así comienzan los revuelos sociales, que pueden luego tomar cauces diferentes como la lucha de clases, racismo o nacionalismo.
Mirando de nuevo Barcelona, uno nota algo nuevo, esta vez sí colorido, en comparación con hace 10 años: banderas.
Un edificio de Barcelona en un día cualquiera, donde se pueden ver las 3 banderas: la catalana tradicional, otra con una estrella blanca y otra con una estrella roja (estas últimas son las "esteladas"). Las 3 indican vertientes diferentes del nacionalismo catalán, aunque la "sin estrella" puede no ser independentista.
La bandera catalana, en 3 versiones diferentes, cuelga de los edificios, indicando la intención de separarse de “su mal”: España. Pero esto no era así en los tiempos dorados de hace 10 años, es algo reciente, si bien siempre existió el nacionalismo catalán, se ha agudizado con la crisis.
Quizás sea momento de sincerar las cosas. España está pálida, enferma, pero no es la única. Hay muchos países que transitan el camino de España. Una creciente población de “inubicables”, que son víctimas de ideologías que echan la culpa de su situación a otros, cuando la verdad transita por otro lado.
La tendencia mundial es hacia la integración. Los catalanes, aunque la razón los asista en muchos casos, enfrentan un duro desafío de mantener una identidad basada en lo linguistico entre los “monstruos” francés y español, sin contar el inglés que les llega por todas partes.
Como en todas las cosas, es bueno mirar las cosas tal como son:
- este sistema deja a una creciente “población sobrante” sin respuestas
- la tendencia es hacia la unidad mundial linguistica, racial, política, económica.
Si miramos este movimiento tal como es, quizás surjan nuevas respuestas creativas a esta gran crisis global.
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